Relato: Besar a la muerte.

Hace poco participé en la segunda edición del proyecto de Ana Herráez, que consiste en escribir un relato de extensión libre, basado en una imagen (¡si queréis participar estad atentos a su blog, cada semana hay imagen nueva!). Todos los relatos son luego agrupados en una antología. ¡Esta es la última!

Es la segunda vez que participo y en esta ocasión el relato ha sido más relato que descripción (el primero fue demasiado corto como para compartirlo, pero podéis verlo aquí) así que me he decidido a compartirlo con vosotros. Abajo tenéis la foto en la que me he inspirado (de Gabriel López).

Y por cierto: ¡aceptaré cualquier crítica con mucho gusto! También me gustaría que comentarais qué os ha parecido, bien aquí o bien por redes sociales. Me puede la curiosidad. ❤️

¡Dentro texto!

Besar a la muerte

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Sus manos temblaban mientras miraba a la muerte a los ojos. Pero incluso en aquel momento Amber sabía que no era obra del miedo.

Estaba expectante, ilusionada, cargada de energía. Sentía el cosquilleo del peligro recorriendo sus venas y era incapaz de contener la sonrisa.

—Por fin —dijo, soltando todo el aire que estaba conteniendo—. Por Circe, hacía tiempo que no te pillaba.

La Parca se giró lentamente, dándole la espalda al cadáver que tenía a sus pies. El susurro de la tela negra contra el suelo parecía ampliarse en aquella iglesia tan vacía, tan hueca. El negro bajo la capa se fijó en Amber, que le devolvió la mirada con los ojos titilantes y las manos cruzadas sobre el pecho, como si rezara. Si la muerte suspirara, lo hubiera hecho.

—Amber, ¿otra vez? —Su voz resonó en la cabeza de la joven bruja. Era como escuchar trece voces a la vez: la voz de un niño, la de un anciano, la de una damisela, la suya propia; todas cubriéndose sobre las demás, haciendo eco en la memoria de Amber.

—Es sólo un pajarillo, no me seas dramática. —Señaló con el mentón al pequeño cadáver que descansaba a los pies de la muerte—. Y ni siquiera lo he matado yo. Se chocó contra la ventana, lo juro.

Silencio.

Una rata lo rompió, cruzando el vestíbulo con un chillido. 

—Vamos, Parca, llévame contigo. —Amber cayó sobre sus rodillas, inclinando las cejas—. Ya va siendo hora, ¿verdad? No te imaginas lo mucho que me aburro aquí.

Más silencio, y de nuevo esas trece voces:

—Aún no ha llegado tu hora.

—Aún no ha llegado tu hora, bla bla blá. —La bruja puso los ojos en blanco y giró la cabeza a su derecha, a la pared en la que colgaba un espejo emborronado. El reflejo que devolvía no era más que un dibujo difuminado, cubierto de polvo—. ¿Trescientos cuarenta y dos años no te parecen suficientes?

Trescientos cuarenta y dos años en los que Amber sólo había llegado al metro cincuenta, en los que sus rasgos todavía se confundían con los de una niña humana de catorce años. Estaba harta de que sus prendas le quedaran grandes y de no llegar a los estantes más altos de la cocina. Estaba cansada de llevar tantos años a la espalda y que para los demás sólo fuera una «chica mona».

Se arrastró sobre sus rodillas hasta coger el velo de la Parca, que parecía deshacerse bajo sus dedos.

—Venga, llévame. He oído que el Otro Lado es muy divertido y, por Circe, no sabes lo cansada que estoy de este trabajo. —Se quitó el sombrero en punta con un suspiro, dándole un par de palmadas para quitarle el polvo—. Los idiotas que me prometen primogénitos acaban haciéndose una vasectomía. Y la gente ya sólo viene a mí para pedirme absurdas pócimas de amor, y luego se enfadan si su enamorado les persigue a todos lados, babeando como un perro. No es mi culpa si no leen el prospecto. —Otra vez: la sonrisa que dejaba relucir sus colmillos y los ojos violetas centelleando—. Podrían pedirme pócimas que les hicieran más sabios, que les curaran las heridas, que les dieran calor en invierno… Pero no, pócimas de amor. Siempre igual. ¿Qué gracia tiene el amor si no se gana?

La Parca dio un paso hacia atrás —teóricamente, se deslizó hacia atrás en silencio, sin tocar el suelo—, cubriendo el pajarillo con su manto. Tenía la capucha inclinada hacia abajo; la mirada clavada en la pequeña bruja.

Amber sabía que la estaba convenciendo.

—¿Me llevarás? —preguntó, poniéndose en pie de un salto. Parecía todavía más pequeña.

Si la Parca fuera humana, se hubiera encogido de hombros.

—Sabes lo que tienes que hacer.

—Lo sé, sí; el beso de la muerte. No me asusta. —Se cruzó de brazos sobre el pecho, esperando que la mentira no se reflejara en su rostro.

Con una lentitud que a Amber se le hizo desesperante, la Parca deslizó su capucha hacia abajo. El vacío que antes había dejado a Amber sin respiración se transformó en un rostro humano, en unos ojos pardos, en un cabello dorado, en un joven con la mirada amable y una sonrisa congelada en los labios.

La de Amber se quebró.

Sintió que las rodillas le temblaban y por un momento tuvo que armarse de valor para no echar a correr; no huir de esa iglesia, de ese sueño —esa pesadilla—, de ese recuerdo que llevaba años taladrándole la memoria.

Amber se apartó una lágrima con la manga y apretó los puños. Ella no lloraba. Desde que él se marchó, se prometió que no volvería a llorar.

Pero ahí estaba. Habían pasado cien años desde que la había abandonado, cien años en los que Amber había intentado desesperadamente desaparecer de esa tierra. Había aprovechado cualquier animal muerto, cualquier accidente de tráfico y cualquier mala noticia para correr allá donde la Parca apareciera. Y ahora, por fin, se la llevaría consigo.

El precio a pagar era besar a la persona que le hizo desear no tener corazón. A aquel por el que llevaba años queriendo marcharse.

Habían pasado cien años desde que ser bruja le mató. Ahora sería él quien la matara a ella.

Amber dio dos pasos hacia delante, con el corazón latiendo bajo su vestido como si quisiera atravesarle la piel. Colocó con cuidado las manos sobre el cuerpo de la parca —el cuerpo de aquel joven—, que ahora ya era sólido. No se deshacía. Deslizó los dedos hasta su rostro. No desaparecía.

—Ven —murmuró él, y esta vez su voz no fueron trece. Fue la suya, la única; la voz que Amber pensó que no volvería a oír nunca.

Se puso de puntillas para llegar a sus labios.

El beso de la muerte sabía dulce y era suave, como una nana antes de dormir. Era cálido, y siguió siéndolo incluso cuando todo el cuerpo de la pequeña bruja se heló, mermado de sangre.

Amber estaba volviendo a casa.

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Esta entrada tiene 5 comentarios

  1. Aintzane Rodríguez

    Los pelos de punta se me han quedado cuando he leído esto, Bea. De veras que para decir que lo tuyo son las novelas y no los relatos, se te dan muy bien. Me ha encantado como describías la situación, lo que decía la bruja… Ha sido precioso <3 Espero leer muchos muchos más

    1. Beatriz Esteban

      Ay *-* ¡Muchas gracias, Aintzane, de verdad! Es que normalmente me cuesta muchísimo pensar en una idea concisa, en una historia corta… Por eso digo que no soy de relatos jajaja Pero me alegra que no salgan sólo desastres ♡

  2. rememberislove

    No tengo mínima idea sobre la escritura, aunque me ´gusta escribir. Me encantoooooo demasiado, ha sido precioso la manera de hablar sobre el amor y la muerte.

    1. Beatriz Esteban

      ¡Gracias por comentar! <3 Me alegra que te haya gustado.

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